Cuando fui invitado a compartir algo de mi experiencia misionera en Tailandia, uno de los primeros pensamientos que vino a mi mente fue el de no tener algo extraordinario y excepcional que contar. Quizás muchas personas piensan que la vida de un misionero es parecida a una película de «Indiana Jones», llena de aventuras increíbles. En mi caso, pienso que el día a día de la misión se vive con mucha simplicidad, más bien con pocos momentos «espectaculares», pero eso sí: con mucho sentido cada día. Es por esta razón que quisiera compartirles más lo que el Señor me va permitiendo reflexionar en este peregrinar como Misionero en tierras asiáticas.
Hace algunos meses, al saber que iría a trabajar a Khun Yuam, un pueblito ubicado en la provincia de Mae Hong Son, al norte de Tailandia, sentí un gozo interior y un gran deseo de poner en práctica tantas cosas que había aprendido en estos primeros años en Tailandia. Después de haber estudiado y practicado el idioma tailandés, adentrándome cada vez más en el corazón de esta cultura milenaria y viviendo experiencias pastorales maravillosas, sentía que ya muchas cosas estaban bajo control y que podía continuar mi apostolado en esta nueva misión sin mayores percances. Me sentía cómodo con un pueblo que había empezado a amar, con un idioma que brotaba con mayor fluidez cada día, y bastante confiado en los pequeños logros alcanzados durante la primera etapa de mi experiencia en este hermoso país del sureste asiático. Pero como a este Dios que nos llama le gustan las sorpresas, en su voluntad tenía el enviarme a un lugar donde su plan era «despojarme» de todo lo que había aprendido.
La parroquia Nuestra Señora del Rosario en Khun Yuam, es un lugar con características bien especiales. La mayoría de las personas que hacen parte de esta región son de un grupo étnico llamado Karen o Pakanyo. Ahí me encuentro con que hablar solamente Thai no es suficiente. Es necesario aprender un nuevo idioma. La misión cuenta con un centro de estudiantes provenientes del campo, así que de un momento para otro me encontré con más de cuarenta jóvenes con quienes compartir el día a día. Aparte de esto, dentro de nuestra jurisdicción hay un terreno inmenso que debe ser trabajado para el sostenimiento del centro, así que, eventualmente, estaría estrenándome en labores agrícolas, tan lejanas y desconocidas para un muchacho de ciudad… Estos son las «bromas» de este Dios que nos llama a nacer de nuevo en la misión.
En pocos días, mis «seguridades» se transformaron en la certeza de que necesitaba «volver a empezar». De estar en sacristías, salones de catequesis y aulas de clase, me encontraba ahora en medio de los inundados arrozales, como el más atrasado aprendiz de agricultor. Entre golpe y golpe de azadón es posible sentir las risas de los chicos y vecinos que, entre burla y compasión, me van enseñando a trabajar la tierra y a hacer brotar la vida en medio del lodazal.
Al sentarme por horas a compartir la comida, unas frutas o simplemente un té, descubro cómo para este pueblo el «perder» el tiempo con el otro es la sagrada liturgia que me permite entrar a su corazón «con pies descalzos» y «ganarlo». Como un niño, vuelvo nuevamente a experimentar este no poder entender, este comenzar a balbucear palabras, este sentirme limitado y necesitado del otro…
Paradójicamente, al tener nuevos «hijos e hijas» a mi cuidado, el Señor me quiere padre, comprometido a cuidar de ellos: llamado a enseñar con el ejemplo en el rutinario pero maravilloso acompañamiento de su caminar: qué tarea tan bella y a la vez tan difícil!!
Al paso de los días, las semanas y los meses, voy confirmando que Dios me quiso y me llamó a ser Misionero porque no me quiere quieto ni estancado en mi zona de comfort. Cada día, al elevar el cáliz y la patena con la incomodidad de las ampollas que se forman en mis manos inexpertas y frágiles, recuerdo que el ser sacerdote misionero es ante todo aprender a darme, morir un poco cada día, cultivar en mi la ambición más profunda: Vivir esa vida en abundancia de la cual me habla la Buena Noticia de este Jesús que tiene el rostro de la gente con la que vivo y comparto mis días.
Confirmo en mi propia carne que un misionero no es un aventurero, ni un superhéroe, ni un buscador de pleitos o un turista en los lugares más exóticos y recónditos del planeta…
Un misionero es aquel que, aun siendo frágil y pecador, ha sido mirado con ternura, llamado por su propio nombre y soñado por Dios para ser testigo de su amor y misericordia…
Un misionero es aquel que habiendo experimentado el amor en su corazón quiere compartirlo con todos, en especial con aquellos que nunca lo han experimentado…
Un misionero es aquel que es atento a escuchar, lento al hablar, y generoso al entregar…
Un misionero no es simplemente alguien que quiere compartir cosas. Su generosidad y ambición van más allá: a ejemplo del Maestro se quiere dar a sí mismo…
Un misionero comparte con el otro las alegrías y las tristezas, los sueños y las esperanzas: Es hermano de todos, pero de manera especial, de los más pequeños y sencillos, de aquellos que están tan profundamente en el corazón de Dios…
¡La misión me está transformando la vida! A ti que me lees te invito a abras tu corazón a la misión que el Señor tiene para ti. Te invito a que vengas, veas, te quedes, y te dejes transformar la Vidal!
Andrés Felipe Jaramillo Gutiérrez mxy
Misionero en Tailandia